El debate sobre una posible intervención militar en Siria ha permitido poner el foco y visibilizar, a escala internacional, la dramática situación que vive el país, la violencia que soporta la población civil, las violaciones de derechos humanos, las atrocidades de la dictadura de Al Assad, el drama humanitario. Ha permitido recordar las intolerables cifras de la violencia en Siria. Hoy Naciones Unidas ha confirmado que se ha traspasado la cifra de 2 millones de refugiados desde que comenzara la guerra civil, en marzo de 2011. Según sus datos, en el conflicto han muerto más de 100.000 personas, y hay ya 4,25 millones de desplazados internos. Un país abierto en canal, en el que 8 millones de personas necesitan ayuda, y cuya tragedia humanitaria sólo es comparable al éxodo de refugiados por el genocidio de Ruanda, hace casi veinte años. Evidentes líneas rojas las que se han traspasado en Siria.
El debate sobre una posible intervención militar ha puesto también de manifiesto la indecisión de la comunidad internacional, su indolencia, y la necesidad urgente de nuevos mecanismos de gobernanza mundial.
Seré clara en mi posición. Una intervención militar unilateral en Siria, aunque fuera limitada, –que hoy apenas apoyan EEUU, Francia, y algunos países del Golfo-, no tendrá ningún efecto positivo sobre las cuestiones realmente importantes: poner fin a la violencia, y proteger a la población civil. Tampoco sobre las claves políticas que representa Siria en Oriente Medio, y en sus relaciones con los países vecinos. Más bien al contrario, servirá de combustible en el complejo escenario regional. Hay pocas dudas de que la intervención no servirá para frenar las atrocidades del régimen sirio. Y muchas certezas sobre los numerosos efectos contraproducentes que conlleva: en primer lugar, la ausencia de legalidad internacional -y el consiguiente debilitamiento de un multilateralismo en crisis evidente-; o la oposición de los Parlamentos y las opiniones públicas europeas y estadounidenses -que no olvidan el enorme error y las nefastas consecuencias de la guerra de Irak-, además de latinoamericanas o asiáticas.
Pero la acción –urgente, imprescindible, ética- no es sinónimo de intervención militar. Hay que actuar, sin duda, pero utilizando la vía política y diplomática, generando un consenso internacional, con Rusia y China, que presione a las partes en conflicto para que se sienten a negociar. Esta es la única acción que puede tener alguna eficacia. Una acción concertada, política, de presión firme y sostenida. La próxima Cumbre del G20, el jueves en San Petersburgo, debería empeñar parte de su esfuerzo en abrir este escenario.
La vía militar, que algunos consideran inevitable, parece la crónica de un fracaso anunciado. Y rechazarla, por cierto, no significa apoyar el régimen execrable de Al Assad, sino construir sobre lecciones aprendidas, fortalecer la legalidad internacional y, sobre todo, poner en primer lugar la protección de la población civil siria. Con ella se han traspasado todas las líneas rojas.