Ayer se cumplió un mes de la muerte de, al menos, 1.127 personas en el edificio Rana Plaza del suburbio de Savar en Daca, la capital de Bangladesh. El edificio de ocho plantas, en el que funcionaban cinco talleres textiles, se derrumbó el 24 de abril debido a fracturas en su estructura. El día anterior a la tragedia, se había alertado sobre la posibilidad de un colapso del edificio, recomendación que los empleadores ignoraron, amenazando con el despido a los trabajadores que no acudieran a su puesto de trabajo. Hay casi 2.500 personas heridas.
Bajo los escombros del edificio Rana Plaza, Nasima, de 24 años, pasó cuatro días enterrada antes de ser rescatada. A Shapla, de 19 años, le amputaron el brazo izquierdo en el mismo lugar del accidente. Razia, de 21 años, sufre tanto dolor que en el hospital pide a gritos morir. Marian, de 25 años, tiene los brazos y las piernas destrozadas.
En Bangladesh, la industria textil – en la que trabajan más de 3 millones de personas (el 90% mujeres) en casi 4.000 fábricas- representa el 78% de sus exportaciones, y es el sector que genera más divisas -unos 20.000 millones de dólares al año-, en un país de 150 millones de habitantes en el que dos tercios de la población se dedican a la agricultura. Las compañías comenzaron a instalarse en el país asiático en 1980, atraídos por la mano de obra barata –el salario mínimo de los trabajadores del sector es el más bajo del mundo, con 38 dólares- y los bajos impuestos.
Tras la tragedia y las manifestaciones de miles de trabajadores durante más de dos semanas reclamando mejores condiciones, el gobierno bangladeshí ha aprobado algunas medidas, incluido un Acuerdo para la Seguridad de los Edificios y contra el Fuego, suscrito el pasado 15 de mayo. Las autoridades, que han comenzado a implantar estándares de seguridad en casi 950 fábricas del país en las que se ha considerado que existían riesgos, han cerrado ya 18 fábricas. Sin duda, el gobierno bangladeshí es una de las partes que tiene que asumir responsabilidades, y promover un cambio que asegure la dignidad de las condiciones de trabajo en su país.
En el edificio Rana Plaza del suburbio de Savar en Dacar, tenían sus talleres textiles varias compañías transnacionales como Benetton, Primark, H&M, Mango, Gap, o El Corte Inglés. En un mundo global, deslocalizar, en países en desarrollo, la producción que se vende en el primer mundo resulta obscenamente rentable en términos económicos. Sin embargo, contratar la producción con proveedores que respeten la seguridad y los derechos laborales es una elección, y por tanto una responsabilidad. Supervisar toda la cadena, que en ocasiones incluye subcontrataciones de subcontrataciones, no es sólo una obligación ética, sino una fortaleza para el coste intangible que representa la imagen o la reputación de la empresa. En la sociedad red, los consumidores son cada vez más influyentes, y las grandes corporaciones más vulnerables al rechazo social. Nike y Adidas divulgan hoy los nombres de sus proveedores en el extranjero, después de conocerse, a mediados de los años 90, que sus productos eran fabricados en Pakistán por niños y niñas, en algunos casos menores de seis años.
La tragedia del edificio Rana Plaza en el suburbio de Savar en Daca, capital de Bangladesh, ha mostrado al mundo las condiciones en las que viven y trabajan las miles de personas que cosen la ropa que compramos en este lado del planeta. Ninguna de estas muertes tiene sentido, pero quizá puedan contribuir a que más personas en el mundo, más gobiernos, y más empresas asuman un nuevo y urgente paradigma de sostenibilidad como espacio de convergencia entre la viabilidad económica, la equidad social, y el equilibrio medioambiental. Esto requiere de cambios en la forma de producir. Como señalan Antoni Gutiérrez-Rubí y Juan Freire en su libro Manifiesto Crowd. La empresa y la inteligencia de las multitudes, en el siglo XXI, negocio e implicación social forman parte de una misma estrategia. Algunas empresas están transitando ese camino, en particular las pequeñas y medianas, que podrían ser un ejemplo de cómo se puede crear valor compartido a corto, medio y largo plazo.
Pero la sostenibilidad también requiere de cambios en la forma de consumir. Los consumidores no sólo tenemos que exigir y adquirir productos hechos con respeto a la dignidad de las personas, sino también cambiar nuestras pautas de consumo, aproximándolas a nuestras verdaderas necesidades.
PD. Agradezco a @MartAriasRobles su acertado post, Un edificio en Bangladesh, que en buena medida ha inspirado éste.